viernes, diciembre 15, 2006

La muerte de los dictadores

En mi artículo "Las intermitencias de la muerte", publicado en este blog para comentar la muerte en prisión de Slobodan Milosevic (y cómo su deceso frustró que tuviéramos una sentencia, que habría traído algún respeto a las víctimas, consuelo a sus familias y certeza de la magnitud de sus crímenes), dije lo siguiente: "Algún día despertaremos y el periódico anunciará que Pinochet murió. Y otro día será Sadam. Y así, uno por uno, todos los poderosos gobernantes de la tortura". Casualmente, uno de esos días llegó: Pinochet falleció el domingo pasado, 10 de diciembre. Y una vez más, la muerte arrebató a la justicia la posibilidad de cumplir sus fines de "dar a cada uno lo suyo".

Parece que la parca se está esmerando en llevarse a los dictadores. No hace mucho fue Stroessner (en agosto). Tres en un año no es un mal récord para la guadaña. ‘Dictadores del mundo: ¡cuidaos!’

Lo malo es que la idea era juzgarlos y hacerlos que pagaran aquí. La impunidad por muerte es terrible, porque no se castiga al culpable, ni se reparan los daños, ni se brinda consuelo a las víctimas, ni –quizá lo peor- se llega a conocer la verdad de los hechos. Por eso, más de un criminal se ha suicidado: es su última burla al sistema de justicia.

La caída del dictador fue larga y lenta, y los procesos no concluyeron. Desde octubre de 1999 la corte inglesa había estudiado la extradición del dictador a España, en donde el juez Garzón había presentado un procesamiento en su contra para juzgarlo por las muertes de ciudadanos españoles ocurridas en Chile durante su dictadura. De ahí siguió la discusión acerca de su inmunidad, el requerimiento de algunos de que fuese juzgado en su país, el arresto domiciliario, quebrantos de salud y la liberación -¡qué ironía!- por “razones humanitarias” (que, suponemos, encubrían razones geopolíticas). Pero al llegar su país, le esperaban suficientes querellas y denuncias por crímenes atroces y muchas solicitudes de desafuero. Procesos interminables (a veces el derecho es más complejo que lo deseable), que postergaban el estudio de fondo de tan serios cargos. Mientras, las victimas de la dictadura clamaban desde sus tumbas y sus madres desde las calles; y Sting, desde 1987, cantaba con valor: “Hey, mister Pinochet, su siembra huele mal, y ese dinero que recibe pronto se terminará. No podrá comprar más armas ni a sus verdugos pagar, imagine a su madre danzando siempre en soledad” (‘They dance alone’, 1987).

Algunos de los argumentos de la defensa del dictador fueron risibles. Amparados en su ancianidad y en su estado de salud deteriorado, hasta intentaron que lo declararan incapaz para evitar el peso de la justicia. ¿Desde cuándo un anciano posee inmunidad penal por su ancianidad? El genocidio, los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad no prescriben (es decir, a pesar de que pasen muchos años siempre pueden ser perseguidos por la ley, y sus responsables, enjuiciados). Así lo establece el artículo 29 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Los criminales de guerra se enjuician aunque tengan cien años. Eso no importa. Lo que importa es que esos crímenes, por su magnitud, NO deben quedar impunes.

Alguien me decía que pensaba que los juicios contra el dictador deberían seguir. Su argumento era interesante: "si se honra a una persona muerta, ¿por qué no juzgar a una persona muerta?" Extraña, pero no mala idea. Un comité de derechos humanos de Honduras piensa lo mismo. Muerto ya no se le puede castigar, pero sí se pueden aclarar los hechos, hacer que la incertidumbre del pasado desaparezca, hacer que los cadáveres salgan a la luz (la acepción más literal de la frase “habeas corpus”), para darles digna sepultura, y determinar la existencia de otros culpables, si los hay. Es el sentido de algunas comisiones de la verdad, tan comunes en el siglo XX en nuestra Latinoamérica, tierra de próceres y, a la vez, de déspotas militares, gorilas vestidos de seda, de trajes llenos de medallas, de gustos refinados, sedientos de poder y de oro y de muerte, rodeados de lacayos aduladores y cómplices silenciosos.

En todo caso, Garzón dijo que la muerte del dictador es una frustración pero no un fracaso, que debían buscarse mecanismos para agilizar los procesos inconclusos contra él y que "la justicia pueda responder al resarcimiento de las víctimas".

Bueno: el que una vez dijo que “ni una hoja se movía en Chile sin que él lo supiera” (imagínense la red de espionaje que eso requiere) murió, como todos. Bachelet decidió que no habría funeral de Estado ni duelo nacional; y, en relación con las manifestaciones populares (unos llorando, otros celebrando), comentó que no le gustaban esos gestos de división de su país, y confió –yo también lo hago- en la fortaleza ética de su pueblo para superar la división y lograr el reencuentro. “Yo tengo un concepto muy formado acerca de un periodo doloroso, dramático y complejo que vivió nuestro país”, dijo Bachelet, aludiendo tácitamente a su condición de ex presa política torturada durante la dictadura. “Tengo memoria, creo en la verdad y aspiro a la justicia”. Y señaló que hay ciclos de la historia que se instalan con mucha fuerza en la retina de un pueblo, en la memoria colectiva, y que, por ello, no se pueden desdeñar, pero hay que intentar superar.

Para mí, la justicia restitutiva es esencial para superar esos hechos. Pero la muerte nos está ganando. Porque la muerte, antes de nuestra sentencia, ha dictado la suya. La última. La inapelable. La que adquiere carácter de cosa juzgada inmediatamente.

Desde acá, mi simpatía por el pueblo chileno, en especial por los familiares de los desaparecidos. Durante estos días he cantado mentalmente a Sting:

“One day we'll dance on their graves, One day we'll sing our freedom, One day we'll laugh in our joy, And we'll dance”.