miércoles, mayo 23, 2007

Aprender a mentir

Recuerdo con exactitud cuándo aprendí a manejar un auto. Mi padre me enseñó una mañana de sábado. Antes había hecho mis intentos, con resultados no tan malos. Pero fue ese día cuando sin duda aprendí a hacerlo. Lo demás fue y ha sido práctica.

Recuerdo cuándo aprendí a tocar la guitarra. Mi primer acercamiento a las maravillosas seis cuerdas de nylon fue a los doce años de edad. Mamá compró dos guitarras –una para mi hermano y otra para mí- a un señor español que también daba clases. La mía era más pequeña, pero sonaba muy bien. Fui a unas pocas clases, y como buen niño, las abandoné. No fue sino hasta varios años después, a los 18, que la retomé, con un nuevo instrumento, de mejor calidad, y practicando por mi cuenta, aprendiendo porque me daba la regalada gana. Porque quería cantar y sólo las canciones que a mí me gustaban. Bendita rebeldía, a la que ayudó una operación quirúrgica que transformó las horas de deporte y recreación en horas de guitarra. Y unas partituras que compré por ahí colaboraron mucho.

Recuerdo cuando aprendí a hacer algunas otras cosas. Sin embargo, no recuerdo cuándo aprendí a mentir.

Hoy tengo ganas de hacer preguntas incómodas. ¿Cuándo carajo aprendimos a mentir?

Digo aprender porque necesariamente tiene que ser algo aprendido: nadie nace mintiendo (porque nadie nace hablando). Pero los niños -se afirma- siempre dicen la verdad, al igual que los borrachos. ¿Cuándo, entonces, aprendimos a mentir? Seguramente tuvo que haber sido durante la infancia (luego de aprender a hablar), y a temprana edad, porque al llegar a los 15 ya éramos expertos en decir mentirotas con la suficiente verosimilitud como para que nos crean; y sin que nos creciera la nariz. Quizá nuestra primera mentira fue absolutamente ridícula. ¿Qué la habrá motivado? Tal vez ocultar una vergüenza o salvar nuestra responsabilidad por un error; o por el olvido de la tarea… No lo sé.

Tristemente es posible que los niños comiencen a sentir miedo a la verdad (o vergüenza de la verdad) por causa de sus progenitores. Si rompí el vidrio con la pelota y al contarlo sinceramente me imponen un castigo severo (algunas veces, salvaje maltrato físico), si la verdad me lleva al dolor y a pasar un mal rato, evidentemente mi escogencia no será decir la verdad la próxima vez. "Yo no fui" Lo que quiero decir es que quizá los niños comienzan a mentir por falta de confianza con sus padres, o porque estos acostumbran pagar la sinceridad con violencia. Qué cosa más triste.

Ni modo: aprendimos a mentir. Y como todo arte aprendida, se perfecciona con el tiempo. Y recurrimos a ella con la frecuencia necesaria. 

Como sabemos mentir, no nos cuesta reconocer una mentira en los demás. Al menos, esa es una ventaja. De modo que no es fácil que nos engañen. A un gitano no se le leen las cartas. Con el tiempo, llegamos a ser expertos en el arte de mentir y de reconocer mentiras: el que intente engañarme tiene que ser muy muy bueno.

Los adultos somos incluso somos capaces de justificar una mentira con otra, haciendo cadenas interminables. El problema es que más de uno ha terminado ahorcado en esa cadena. Los adultos incluso podemos hacer clasificaciones: mentiras piadosas, necesarias, diplomáticas, graves… y lograr que unas sean aceptadas socialmente, aunque otras no. Y refinamos nuestras técnicas. Por ejemplo, mentimos la gran mayoría de las veces cuando contestamos “muy bien, gracias” a la pregunta “¿Cómo estás?”. La verdad incómoda es que no estamos para nada bien. Quizá nos duele la cabeza o tenemos hemorroides o nos peleamos con nuestro papá o la novia o el jefe… Sin embargo, decimos eso como un convencionalismo social. Pero siendo muy puristas es una mentira (que conste aquí que yo no soy purista). Y está claro que a nadie le importa que lo sea, y que más bien el “demasiado honesto” es incómodo: es poco elegante y no sabe respetar las “normas de decoro, la buena educación, la buena mesa y el protocolo…” La comida está "deliciosa" aunque sea un asco, y así. Obviemos esas.

No todas las mentiras son malas. Los escritores, guionistas de cine y dramaturgos nos mienten, y pretenden hacernos creer que sus historias, personajes y mundos son ciertos, y hasta logran que lloremos por ellas. Es una maravilla. Nos dejamos engañar y la pasamos muy bien, aunque suframos. En V de venganza lo dicen de modo muy claro: los artistas usan mentiras para enseñarnos grandes verdades, mientras que los políticos las usan para ocultarnos grandes verdades. 
Pero salvo esas mentiras (las de los narradores de historias), y las dichas por cortesía, creo que las demás son detestables, sobre todo aquellas que implican manipulación, las que prostituyen la docencia, la autoridad o el púlpito, las que tuercen la historia para justificar la dictadura, y las que afectan a inocentes.

Cuál fue aquella, nuestra primera mentira, quizá ya no sea importante. ¿Pero cuál fue la última? ¿La recordamos? ¿Qué nos incito a decirla? ¿A quien pretendimos engañar? ¿Lo logramos?

Cuándo aprendimos a mentir quizá tampoco sea importante. Tal vez lo importante es cuándo aprenderemos a denunciar la mentira asquerosa y a señalar al mentiroso, sobre todo -insisto- si produce daño a terceros, si atenta contra el bien común o si nos toma por imbéciles. Y especialmente, si ocupa cargos públicos, si tiene autoridad o si manipula la cátedra o la opinión pública, justifica una guerra injusta, tuerce los hechos históricos para evitar responsabilidades, o intenta robar nuestra felicidad y hacer negocio con ella.

Saramago dijo que “
la mentira es comparable a un arma con gran capacidad de daño. Se puede destruir masivamente con la mentira”.

Estoy de acuerdo.