lunes, mayo 29, 2006

Todos huyen

Hay una escena en la película “Minority report” de Steven Spielberg (2002), basada en un cuento del brillante Philip K. Dick, como muchas otras películas de ciencia ficción, en la cual el detective Jon Anderton (Tom Cruise) intenta escapar de los policías de “Pre-crime”, sus compañeros. Uno de ellos, Fletcher, le pide: “No corra, Jefe. Sabe que lo vamos a atrapar. Usted nos entrenó”; y Anderton contesta “Todos corren”. 

El plot de la película resumía así la interesantísima trama: “El detective Jon Anderton pensó que el sistema era perfecto, hasta que el sistema vino por él”.

Recordé esa escena cuando leí hace pocos días en el diario de mi país la noticia de que un juez, condenado por abuso sexual contra una menor, había huido poco después de que la sentencia quedó en firme, por lo que emitieron una orden de captura en su contra. De juez a prófugo de la justicia, en cosa de horas. El caso es atípico: a pesar de estar condenado, continuaba trabajando en un juzgado de menor cuantía, pues había impugnado la sentencia ante la Sala Penal. Cosas derivadas del principio de inocencia. Aunque no sé por qué motivo no se les ocurrió suspenderlo, como simple medida cautelar. Al juez lo acusó una joven de 14 años por abuso sexual, hecho que, según la sentencia, se produjo en junio del 2002 en el gimnasio de un colegio en el que era profesor de un curso libre de teatro. El sujeto pidió a un grupo de colegialas que pasaran al baño, una a una, para un 'casting' en el que escogería a los protagonistas de una obra, y abusó de una de ellas.

La Sala Tercera de la Corte ratificó la sentencia, aunque disminuyó la pena de cinco a cuatro años de prisión. Al día siguiente, desapareció.

Todos huyen.

Algunos (como el descarnado juez abusador) no aceptan las consecuencias (todas las consecuencias) de sus actos. Quería placer ilícito pero impune. Quizá pensó que no le “servía” ir a prisión, pues allí lo esperaban aquellos a quienes él mismo había condenado. Quizá buscarían venganza (propia o –peor aún- de la niña abusada). Huir fue la mejor opción que encontró aquel que fue capaz de ordenar el encarcelamiento preventivo de alguien para evitar su fuga. Ese, que condenó, sediento de justicia, representando al Estado; ese, magistrado de la ley, abogado del inocente; ese, encontró conveniente huir. Todos huyen…

Tarde o temprano, será encontrado y encerrado. No me cabe duda: un día bailaremos sobre sus tumbas.

Pero no sólo se huye de la justicia. Unos huyen de una vida vacía y lo hacen alejando el silencio –lacerante realidad que nos permite mirarnos a nosotros mismos sin sombras ni máscaras-, llenando su vida de sonidos y ritmos estridentes y repetitivos que duermen el intelecto y la voluntad y callan la conciencia, como cierta clase de música barata (saben a qué género me refiero). O huyen de la realidad mediante alucinógenos y estimulantes. Otros huyen de sus responsabilidades laborales, cumpliendo a medias, incapacitándose aunque estén sanos (con la complicidad de algunos médicos) y negociando privilegios particulares o grupales excesivos, todo a cargo del erario público. Hay quien huye de sus miedos y fobias, transmitiéndolas a sus hijos; o quien huye del pasado, que aún le atrapa entre pesadillas, y no encuentra indulgencia para sí mismo. Y está el novio que huye de la paternidad no deseada; y hay quien huye de la enfermedad y de la medicina y, confiando ciegamente en una supuesta deidad, decide ignorar dolencias y solicitar milagros a domicilio.

Y huye el ciudadano que renuncia a su intransferible responsabilidad de intentar mejorar esta sociedad corroída que nos circunda; y el padre que no paga la pensión alimentaria; y el comerciante que subfactura, y el asesor político que oculta las cuentas en las que se depositaban los cheques de la corrupción. Y el que se brinca dolosamente un semáforo, huye de la autoridad de la ley, convirtiéndola por instantes en papel toillet. Y huye de la vejez el que oculta mediante cirugías las huellas de los años en la piel firme de la juventud, cantando aquello de Sabina: “qué lástima que la muerte no acepte propinas”. Y el político de turno, que huye de sus responsabilidades de hoy por dedicar todos sus esfuerzos en su insaciable carrera para garantizar un mejor puesto en el siguiente gobierno. Todos corren, dice Anderton en “Minority report”. Pero tarde o temprano la carrera termina, y se sabe su resultado.

Qué maravilla encontrar a una mujer o un hombre –habrá que buscarlo como Diógenes, con una lámpara encendida en pleno día- que pueda sinceramente decir los versos de Machado: 

“Al cabo nada os debo, me debéis lo que escribo / a mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre, la mansión que habito / el pan que me alimenta y el lecho donde llago”. 

Sólo esa o ese podrá proclamar después: “Y cuando llegue el día del último viaje / y esté a partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo, ligero de equipaje / casi desnudo, como los hijos de la mar”. Porque de la muerte no se puede huir.