Unos días con Botero en Bogotá
Estuve
en Bogotá unos días, para participar en un seminario. Era mi primera vez en territorio colombiano y aproveché para conocer rápidamente algo de
tan gran ciudad.
Una mañana de miércoles subí el Cerro de Monserrate, al oriente de Bogotá, a 3152 msnm (más
de 500 metros más alto que la capital), donde se ubica un santuario dedicado a
la virgen negra sedente, la misma que encuentras en tierras catalanas. Se sube
por teleférico, funicular o a pie. Ese día no había funicular, así que
lógicamente pagué el boleto del teleférico. Desde su mirador se
divisaba toda la ciudad. Una vista hermosa, en un día plomizo y frío (comparado
con la temperatura en San José, a sólo 1300 msnm).
Luego
bajamos hacia La Candelaria y pude visitar el Museo Botero. Fernando Botero es
sin duda uno de los artistas más relevantes de la actualidad. Recuerdo haber
aprendido mucho al escucharlo hace años en una entrevista que le hizo Andrés
Oppenheimer en CNN. Pero estar frente a sus obras fue algo genial.
El Museo alberga una colección de 208 obras, 123 de Botero
y 85 de otros maestros, donadas por el mismo artista. Pinturas, esculturas, dibujos, con ese estilo tan característico que
es imposible no reconocerlas, estén donde estén. Los minutos pasaban sin sentir. Y de pronto, cambiando de
salón, me encontré dialogando con Picasso, Monet, Dalí, Chagall, Miró,
Pissarro… ¡Vaya tertulia! Era el arte, generando su impronta indeleble en el
alma del espectador silente, tan sólo al observarla (aclaro que para mí, observar y mirar no son sinónimos).
De ahí, a la Plaza de Bolívar, llena de palomas y
rodeada de majestuosos edificios. Y un rato lamentablemente breve en la librería del Fondo de Cultura
Económica, en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, en donde los bibliófilos
pueden nadar a gusto y lamentar no tener suficientes divisas para llevárselo
todo. Y luego el Museo de Oro del Banco de la República, con su colección de orfebrería precolombina. Pendiente quedó la visita a la Catedral
de Sal de Zipaquirá y a otras de las muchas atracciones de las distintas ciudades de tierras colombianas.
Unas pocas horas bogotanas, que coincidieron con el
anuncio del acuerdo de paz, fueron suficientes para experimentar no sólo la
magnificencia de su arte, cultura e historia, sino también la virtud y amabilidad de los hijos e
hijas de Colombia, la belleza de su capital, la delicia de su gastronomía y la sensación de su viento frío de
setiembre, que hacen nacer en el visitante deseos de regresar, cuando el sino
lo permita.
Colombia
habla a través del arte de Botero, de los escritos de García Márquez, de su legado
histórico y también, principalmente, de la hospitalidad y cordialidad de su
pueblo. A Latinoamérica le conviene escuchar sus palabras.